Ella me tomó de la mano. La quité inmediatamente. «Espera, vengo manejando» y la coloqué en el volante. La miré de reojo y su mirada estaba calculadoramente hacia el frente. Sus pupilas derrapaban sobre el asfaltO y su respiración tan gélida, tan vacía congelaba los faros del auto y bloqueaba la luz; nuestro futuro.
Fue justo cuando apareció el preventivo del semáforo. Ese amarillo viscoso, ese amarillo que salió de su boca y obligó a bajarle al volumen del stéreo. Aclaró la garganta, giró 30º a su izquierda y me miró. Abrió su boca y se liberó su voz anónima, su voz de otros ayeres tan necesaria. Su voz llena de duda.
—Deja de jugar, X..., deja de hacerte la pinche víctima.
—¿De qué diablos estás hablando, víctima de qué?
—Hacerte el mártir. Fingir que puedes querer a alguien de la noche a la mañana.
—¿Si no más estoy actuando, qué es lo que siento por ti?
—Sólo me quieres por el momento, porque estás completamente solo.
Verde.
Claxón.
Luces.
Clutch, velocidad, acelerador.
Silencio.
Manejé automáticamente. Sólo por el momento... entonces qué diablos hacía recorriendo todo el invierno para que ella apareciera en su balcón y me viera a la distancia, para verla sonreír. Con qué maldito derecho ponía en tela de juicio mi obsesión por olvidar los caprichos y errores.
Y ahí estaba ella, con el valor de cambiar las canciones del reproductor del carro. Ahí estaba, refugiada de mis caricias sobre su asiento de copiloto aterrorizado.
—Crees que no te quiero, ¿verdad?
—No lo sé.
Y sabía que sus frases no revelan toda la intención de su convalecencia cardiaca. Porque aún se escondía en la bóveda de mi pasado y dudaba en saber qué hay más allá de la cerradura de mis mentiras. No cree que mi mano sea la guarida de su universo, ni que mi lengua sea la llave para depositar tus secretos. Pero lo peor del asunto --además del estúpido tráfico de diciembre--, era saber que ella dudaba de mi pasión a cuenta gotas, sin tener el valor de definir que de quien realmente desconfíaba era de ella misma.
De ser cómo yo: un mitómano sentimental. Un antipático ser que no puede estar solo. Que necesitaba de un motivo sexual para romper la rutina. Pero había una diferencia que la atemorizaba: Yo podía admitirlo, ella ni siquiera se podía dar cuenta.
—Entiéndeme.
—No lo haré. No quiero.
—Me caga que te pongas así.
—Entonces ya no digas nada.
—X... eres tan inmaduro.
—Lo tomaré como halago, viniendo de ti.
—Entiéndeme.
—Qué...
—No me quieres, quieres que esté contigo, pero a mí, no.
—Te quiero.
—Cómo.
—Así. Normal.
—¿Te escuchaste? Cómo puedes tener los huevos para decirme que me quieres, si me hablas así.
—Porque te quiero, sin clichés ni nada. Así no más. Y quiero estar contigo.
—Para qué.
—Para quererte.
—Por cuánto tiempo.
Silencio.
—Ves, soy una mujer en turno. Y entiende, no te voy a dar ese gusto.
Doblé una esquina y me estacioné afuera de su casa. Sus palabras acribillaban las sienes. Quería hablar, dejar en claro que no iba a ser derrotado. Que tal vez si la quería. Que a lo mejor tenía razón.
Me dices que te entienda, pero tú no entiendes que es ahora o nunca.
—Te puedo querer para siempre.
—¿Puedes?
—Yo creo.
—Dime sí o no.
Ahora quería decirle que el para siempre, será hasta luego,que el sí es momentáneo y el no es eterno. Que por fin cuando dejara de dudar, sabrá que existe un olvido que puedo arrancar con mi cortejo. Y viceversa.
—No te quiero por el momento, te quiero porque me dices que no me crees.
—Eso no me aclara nada.
—A mí sí: creo que tienes razón.
Abrió la puerta y tomó mi mano.
Al siguiente día la llamaría. Ahora que ambos sabíamos lo que queríamos el uno del otro. La mentira fue más fácil. No haría falta un ramo de flores. No iba a ser necesario un despecho de caballerosidad, simplemente la necesidad de cubrir nuestros deseos con el calor de un cuerpo que los pocos días, quedaría hundido en el olvido momentáneo.
Fue justo cuando apareció el preventivo del semáforo. Ese amarillo viscoso, ese amarillo que salió de su boca y obligó a bajarle al volumen del stéreo. Aclaró la garganta, giró 30º a su izquierda y me miró. Abrió su boca y se liberó su voz anónima, su voz de otros ayeres tan necesaria. Su voz llena de duda.
—Deja de jugar, X..., deja de hacerte la pinche víctima.
—¿De qué diablos estás hablando, víctima de qué?
—Hacerte el mártir. Fingir que puedes querer a alguien de la noche a la mañana.
—¿Si no más estoy actuando, qué es lo que siento por ti?
—Sólo me quieres por el momento, porque estás completamente solo.
Verde.
Claxón.
Luces.
Clutch, velocidad, acelerador.
Silencio.
Manejé automáticamente. Sólo por el momento... entonces qué diablos hacía recorriendo todo el invierno para que ella apareciera en su balcón y me viera a la distancia, para verla sonreír. Con qué maldito derecho ponía en tela de juicio mi obsesión por olvidar los caprichos y errores.
Y ahí estaba ella, con el valor de cambiar las canciones del reproductor del carro. Ahí estaba, refugiada de mis caricias sobre su asiento de copiloto aterrorizado.
—Crees que no te quiero, ¿verdad?
—No lo sé.
Y sabía que sus frases no revelan toda la intención de su convalecencia cardiaca. Porque aún se escondía en la bóveda de mi pasado y dudaba en saber qué hay más allá de la cerradura de mis mentiras. No cree que mi mano sea la guarida de su universo, ni que mi lengua sea la llave para depositar tus secretos. Pero lo peor del asunto --además del estúpido tráfico de diciembre--, era saber que ella dudaba de mi pasión a cuenta gotas, sin tener el valor de definir que de quien realmente desconfíaba era de ella misma.
De ser cómo yo: un mitómano sentimental. Un antipático ser que no puede estar solo. Que necesitaba de un motivo sexual para romper la rutina. Pero había una diferencia que la atemorizaba: Yo podía admitirlo, ella ni siquiera se podía dar cuenta.
—Entiéndeme.
—No lo haré. No quiero.
—Me caga que te pongas así.
—Entonces ya no digas nada.
—X... eres tan inmaduro.
—Lo tomaré como halago, viniendo de ti.
—Entiéndeme.
—Qué...
—No me quieres, quieres que esté contigo, pero a mí, no.
—Te quiero.
—Cómo.
—Así. Normal.
—¿Te escuchaste? Cómo puedes tener los huevos para decirme que me quieres, si me hablas así.
—Porque te quiero, sin clichés ni nada. Así no más. Y quiero estar contigo.
—Para qué.
—Para quererte.
—Por cuánto tiempo.
Silencio.
—Ves, soy una mujer en turno. Y entiende, no te voy a dar ese gusto.
Doblé una esquina y me estacioné afuera de su casa. Sus palabras acribillaban las sienes. Quería hablar, dejar en claro que no iba a ser derrotado. Que tal vez si la quería. Que a lo mejor tenía razón.
Me dices que te entienda, pero tú no entiendes que es ahora o nunca.
—Te puedo querer para siempre.
—¿Puedes?
—Yo creo.
—Dime sí o no.
Ahora quería decirle que el para siempre, será hasta luego,que el sí es momentáneo y el no es eterno. Que por fin cuando dejara de dudar, sabrá que existe un olvido que puedo arrancar con mi cortejo. Y viceversa.
—No te quiero por el momento, te quiero porque me dices que no me crees.
—Eso no me aclara nada.
—A mí sí: creo que tienes razón.
Abrió la puerta y tomó mi mano.
Al siguiente día la llamaría. Ahora que ambos sabíamos lo que queríamos el uno del otro. La mentira fue más fácil. No haría falta un ramo de flores. No iba a ser necesario un despecho de caballerosidad, simplemente la necesidad de cubrir nuestros deseos con el calor de un cuerpo que los pocos días, quedaría hundido en el olvido momentáneo.
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